A lo largo de mi camino como investigador y practicante de la parapsicología, las ciencias ocultas, el esoterismo y el teísmo, he vivido experiencias que superan lo racional. Pero hubo una en particular que marcó profundamente mi comprensión sobre los seres que cohabitan con nosotros en esta dimensión, aunque permanezcan invisibles a los sentidos comunes.
Sucedió hace años, cuando residía en Lima. Una mujer mayor, de unos 65 años, acudió a mi consulta desesperada. Decía que su difunto esposo no la dejaba dormir. Al principio, su relato parecía una construcción mental generada por el duelo. Ella ya había pasado por varios especialistas en salud mental, psiquiatras y psicólogos, quienes concluyeron que sufría un trastorno emocional post-traumático, posiblemente derivado de culpa o angustia. Sin embargo, a pesar de la medicación, los fenómenos persistían, lo que la llevó finalmente a buscar ayuda en otro plano: el espiritual.
La señora vivía en un edificio antiguo, de los años 40, frente a la emblemática Plaza 2 de Mayo. Desde que crucé la entrada, sentí una atmósfera densa, casi como si el pasado se hubiese negado a soltar ese lugar. Las paredes conservaban no sólo humedad, sino memorias.
Me presenté equipado con lo básico de entonces para la investigación paranormal: un termómetro digital de ambiente, una grabadora de audio para psicofonías, una cámara de visión nocturna, un detector de campos electromagnéticos (EMF) y un sensor de movimiento ultrasónico. Herramientas que, aunque simples, me habían sido útiles en otras investigaciones.
La mujer relataba que durante su matrimonio vivieron una relación tensa y dolorosa. Descubrió que su esposo había sido infiel con una pariente cercana. Desde ese día, se negó a compartir cualquier intimidad con él, aunque lo cuidó hasta el final de sus días como una ama de casa devota: comida, aseo, ropa limpia, pero sin amor ni afecto. Él vivió sus últimos 20 años en esa situación de abandono afectivo, encerrado en la amargura, hasta que finalmente falleció, ya con complicaciones severas de diabetes que lo dejaron sin movilidad en las piernas.
Pero, según ella, su espíritu no se fue.
Comenzó con sonidos de arrastre en el suelo, luego la sensación de que alguien subía a la cama, la destapaba y, en sus palabras, intentaba forzarla a una intimidad que ella rechazaba con pánico. Tres semanas de miedo, noches sin dormir y un frío que no se iba ni con calefacción.
Me comprometí a acompañarla durante varias noches seguidas, para entender la realidad de la situación. Durante los dos primeros días, el ambiente se mantenía silencioso, aunque anormalmente helado. Pero la tercera noche, los ruidos violentos comenzaron: golpes en la pared, pasos arrastrados, movimientos inexplicables. La mujer despertaba agitada, con lágrimas en los ojos.
Al quinto día, confirmé que nos enfrentábamos a una presencia real. Llamé a un amigo sacerdote, con quien realizamos una oración de liberación y bendición. Pero la energía era densa, cargada. Mi colega, visiblemente afectado, desistió al segundo intento y recomendó que ella abandonara el lugar.
Yo, sin embargo, sabía que no podíamos dejar las cosas así. Recordé las enseñanzas de mi abuelo, un sabio y antiguo mago blanco. Busqué entre mis apuntes los rituales de desprendimiento energético y protección espiritual, y los adapté a la situación. La cuarta noche desde ese intento, después de un trabajo exhaustivo de conexión, exorcismo energético y reconciliación del alma atormentada, logramos -con ella- que el espíritu se retirara.
Posteriormente, llevamos a cabo un ritual de liberación en el cementerio donde estaba enterrado el cuerpo del esposo. Allí, la mujer pronunció palabras de perdón y liberación. Fue un acto íntimo y profundamente humano. Desde aquel día, su hogar volvió a ser un lugar de paz, y ella vivió tranquila hasta el final de su vida.
Este caso me enseñó que la muerte física no siempre implica el fin del conflicto emocional. Los lazos que no se resuelven en vida pueden prolongarse más allá de esta dimensión. Y también me reafirmó que no estamos solos: existen seres que, aunque invisibles, buscan ser escuchados, comprendidos y, muchas veces, liberados.
Desde la parapsicología, los fenómenos como este nos recuerdan que lo espiritual y lo emocional se entrelazan. Como teísta, comprendo que hay un propósito incluso en las manifestaciones más oscuras, y como esoterista, sé que cada alma debe encontrar su camino hacia la luz. Mi rol, en esos momentos, es ser un puente. Y así seguiré.
Dr. hc Ángel Bautista Calixto
Parapsicólogo – Consejero espiritual – Investigador de lo ineexplicable